SIMBAD EL MARINO

Surcando los más remotos mares del globo, navegaba el barco de Simbad, el marino más intrépido del Antiguo Oriente. Acompañado por Bedraddin, su fiel criado, Simbad había partido muchos meses atrás, en busca de gloria y de fortuna. Y ahora, cuando el horizonte no era más que una línea interminable a la vista, el navio había perdido su rumbo. De repente, desde la torre sonó la voz del vigía: —¡Una extraña roca a estribor!
Pero no, aquello no era una roca. La forma de un gigantesco dedo emergió entre las aguas y a ese dedo le siguieron otros, hasta formar una mano. Y la mano dio paso al cuerpo de un horrendo gigante marino, que atronó el espacio con su vozarrón: —¿Quiénes osan venir a perturbar mi sueño? El navio fue un juguete en manos del gigantón. Sosteniéndolo con dos dedos, lo zarandeó e hizo caer a varios hombres sobre las olas. Simbad se enfrentó al monstruo, con la valentía que le caracterizaba.
—¡Suelta el barco y lucha cuerpo a cuerpo! —dijo el marino, brazos en jarras, junto a la barandilla. Al gigante le hizo gracia la impertinencia de aquella pequeña figurita y tomándolo en la mano, junto a Bedraddin, que siempre andaba cerca de su amo, estrelló el barco contra el océano y se llevó los dos marinos a una isla desierta, no muy lejos de allí.
—Cuando tenga hambre, vendré a buscaros —dijo, soltando a Simbad y a Bedraddin sobre un montón de huesos.
—Éstos deben de haber sido nuestros predecesores —dijo Bedraddin, señalando temeroso a las osamentas.
—¡Estamos perdidos, mi señor!
—¡Todavía no! —respondió Simbad.
— Vamos a reunir algunos troncos y construiremos una balsa. ¡Burlaremos a ese gigante!.
Trabajaron con gran rapidez, esperando ver la cara del monstruo sobre las aguas a cada instante. Hacia el atardecer, la balsa estaba lista para zarpar. Sin comida ni bebida, sin rumbo y con el único deseo de huir de allí cuanto antes, los dos marinos se lanzaron al mar, confiando en la protección de Alá.
Muchas millas más allá, cuando estaban seguros de haber rebasado los dominios del gigante, Simbad oteó el horizonte en busca de alguna señal de vida. Había transcurrido la noche y el sol brillaba en lo alto. La barriga del pobre Bedraddin empezó a cantar, debido al hambre que sentía.
—¡Daría lo que fuese por algo de comida! —se quejó el criado—. ¡Aunque fuese el minúsculo muslito de un pájaro pequeño…!
Calló, porque el cielo se estaba oscureciendo y una enorme sombra cubría los efectos del sol.
—¡Por Alá! —exclamó Bedraddin, atemorizado—. ¡Yo había pedido un pajarito, no este monstruo! Era una enorme ave, tan grande como una casa, que revoloteaba sobre las cabezas de nuestros amigos. Su plumaje se cubría de rojos y azules y la cabeza era muy parecida a la de un águila gigantesca.
—¡Fantástico! —gorjeó sonoramente el pajarraco—. ¡Me hacía falta un poco de compañía, para divertirme! Y engarfiando a los dos marinos entre sus patas, les elevó hacia las nubes en un vuelo vertiginoso. —¡Con el vértigo que yo tengo! —se quejaba Bedraddin tratando de no mirar hacía abajo. —¡Haz lo mismo que yo y nos salvaremos! —dijo Simbad sin perder la calma. Lo que hicieron fue rascar las patas del pájaro para causarle cosquillas. Y la cosa funcionó… hasta cierto punto, ya que el ave, al sentir aquella molestia, abrió las patas y soltó a Simbad y a Bedraddin, cayendo ambos al mar. La zambullida que sufrieron fue tan violenta, que sólo la gran pericia y sangre fría de Simbad logró hacerles salir a la superficie cuando ya estaban a punto de ahogarse.
—¡Tierra! —gritó Bedraddin, chapoteando como buenamente podía. En efecto, la imagen protectora de una isla se recortaba frente a los dos náufragos. Aprovechando las escasas energías que les quedaban, llegaron hasta la costa donde cayeron derrumbados por el cansancio. Un buen rato después, cuando ambos abrieron los ojos, se llevaron otra gran sorpresa: ¡la isla resplandecía bajo los reflejos intensos de millones de extraños brillos! —¿Qué será eso? —dijo Simbad, cubriéndose los ojos ante aquellos resplandores. Eran diamantes, cientos y cientos de millones de diamantes repartidos sobre la superficie de la isla. Diamantes tan enormes como nunca ojos humanos habían visto hasta entonces. Crecían por todas partes, sobre la arena, en la copa de los árboles, entre los matorrales…
—¡Qué lástima! —dijo Bedraddin—. ¡Tanta riqueza y no podemos utilizarla! ¡A saber dónde, en qué rincón remoto de la tierra nos hallamos! —¡Yo puedo responder a esa pregunta! —bramó una voz terrible desde sus espaldas—. ¡Estáis en la isla del dragón de dos cabezas! Se volvieron los dos marinos y la figura del dragón se balanceó sobre ellos, irguiendo sus dos cabezas amenazadoramente. —¡Corre, Bedraddin! —gritó Simbad!—. ¡Allí hay una cueva!
Se salvaron por los pelos de la lengua de una de las cabezas, que casi lamió sus espaldas. Sin embargo, en la cueva no estaban demasiado seguros. El monstruo podía derribar las paredes y cazarlos como a ratones. Simbad vio algo al final del túnel y… —¡Hay luz! —dijo—. ¡Debe de ser la salida de la cueva! Corrieron hacia allí, escapando de la amenaza del dragón. Desde la salida, vieron al monstruo en el otro lado de la cueva, lanzando bocanadas de fuego contra ella. Sigilosamente, huyeron hacia el centro de la isla, sorteando los grandes diamantes, que amenazaban con producirles cortes en las piernas con sus aristas tan afiladas. —¡Creo que me comería incluso algún diamante! —dijo Bedraddin, al detenerse—. ¡En estos momentos cambiaría toda esta fortuna por un buen filete!
Como si Alá le hubiese oído, de pronto empezaron a caer grandes pedazos de carne, como llovidos del cielo. Bedraddin se abalanzó sobre uno de ellos, al tiempo que Simbad le gritaba: —¡Cuidado, Bedraddin! ¡Es una trampa! Entonces ocurrió algo muy extraño: decenas de’ aguiluchos tan grandes como elefantes, descendieron en picado, lanzándose sobre los pedazos de carne, que, como es lógico, al caer sobre los diamantes quedaban repletos de dichas joyas. Simbad tuvo una idea y le dijo a su criado: —¡Cógete a uno de esos pedazos de carne y déjate llevar por el águila!
—Todo esto está muy bien, mi señor —dijo Bedraddin—. Pero ahora,¿Qué hacemos? —Llenarnos los bolsillos de diamantes y marchar de aquí antes de que lleguen los piratas. Descendieron rápidamente por las escalerillas y burlando a los piratas, que por entonces estaban muy atareados en recoger los diamantes, subieron a la barca que había en la bahía y remaron, hasta perder de vista la isla. En el fondo de la barca les esperaba una nueva sorpresa: tres sacos con diamantes. Aunque lo que llamó más la atención de Bedraddin no fueron esas joyas, sino una bolsa de comida que también perteneció a los piratas.
—Seguiremos la dirección del viento y tal vez lleguemos a un puerto amigo —dijo Simbad. Fueron más de diez días de navegar a la deriva, remando a ratos y dejándose llevar por la corriente en las más de las ocasiones. La comida se acabó con rapidez y los dos marinos estuvieron a punto de perecer de sed, pero estaba escrito que Alá no les podía dejar sin ayuda. Al undécimo día, Simbad, casi sin fuerzas, divisó las costas de un puerto que conocía muy bien. —¡Estamos salvados, mi fiel Bedraddin! —dijo.
Estaban a salvo y eran unos hombres riquísimos, gracias a los diamantes que tenían consigo. Se repusieron, pasaron unos meses en tierra, Simbad pensó seriamente en casarse pero, tanto él como Bedraddin eran hombres de mar, personas habituadas a las aventuras y al peligro. No podían estar con los brazos cruzados por mucho tiempo. Así que a Simbad se le ocurrió fletar un navio, para ir en busca de más diamantes.. Lo que pasó en ese nuevo viaje, forma parte de otro cuento. Cualquier día os lo relataré…
Pelicula de las aventuras de Simbad el Marino
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